Arquitectura para la salud: Edificios que curan

Atrás quedarán los sanatorios originados en fríos y dolientes claustros religiosos, para ser recibidos en espacios más optimistas y humanizados, centrados más en el paciente que en la enfermedad. En este ambiente, la persona comienza a dejar de ser un “enfermo que padece” y comienza a ser un “huésped que es atendido”.

Viernes 17 de octubre de 2014

Arquitectura para la salud: Edificios que curan
escrito por Albert Tidy, decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad San Sebastián.

El año 1929, a 29 km de la ciudad de Tukuru en Finlandia, el maestro del movimiento moderno Alvar Aalto proyectó el Sanatorio de Paimio. El edificio tardó cuatro años en construirse y su fin era asistir y rehabilitar a los enfermos de tuberculosis, en una época donde la penicilina todavía no se descubría y el único tratamiento contra la enfermedad era el aire fresco, el sol y el ejercicio suave.

Aalto puso especial atención en el ordenamiento del programa, procurando que la batería de habitaciones para los internos del bloque principal quedaran orientadas hacia el sur (correspondiente al norte en nuestro hemisferio) y separadas del resto de los recintos. En el último nivel dispuso una gran terraza abierta al magnífico paisaje de los bosques circundantes, que aprovechaba los esquivos rayos de sol escandinavo, maximizando sus propiedades curativas. Ahí se disponían más de 200 sillas tumbonas diseñadas por el propio arquitecto (bautizada como silla Paimio (1) cuya ergonomía recibía al cuerpo de modo tal que su posición facilitara la respiración del paciente y de ese modo hacer que el aire pudiera llegar de manera más eficiente a los pulmones.

Una gran caja de escaleras (2) de gradas más largas y pendiente más suave que el promedio de los edificios, recorría (con menor esfuerzo) un vacío acristalado conectando los distintos niveles de las habitaciones aisladas. Sus huellas y contrahuellas pintadas de amarillo reflejaban la luz con mayor calidez para acompañar el circuito por donde diariamente debían transitar los pacientes.

Los detalles y terminaciones del edificio fueron también resueltos con inusual atención para este tipo de edificios, e incluso los artefactos sanitarios se diseñaron especialmente para reducir el ruido del agua circulante. La abundante presencia de curvas evitaba los encuentros en ángulo recto, para así facilitar las labores de limpieza. Las ventilaciones cruzadas, la abundancia de luz natural, el uso del color y su deliberada relación con el paisaje, alejaban a este hospital del frío pragmatismo racionalista y lo acercaban a una dimensión más humana que utilitaria de la arquitectura, convirtiéndose en una piedra angular en la historia de los recintos hospitalarios.

Pero más allá de los aspectos técnico-funcionales, es la preocupación por el diseño y finalmente por la belleza, lo que diferencia a este singular edificio. El paciente, en este ambiente comienza a dejar de ser un “enfermo que padece” y comienza a ser un “huésped que es atendido”. Atrás quedarán los sanatorios originados en fríos y dolientes claustros religiosos, para ser recibidos en espacios más optimistas y humanizados, centrados más en el paciente que en la enfermedad.

Los enfermos son agrupados en dormitorios dobles en vez de las interminables crujías de las salas comunes, permitiendo agrupar a los enfermos de acuerdo a su gravedad, y otorgándoles la privacidad necesaria sin aislarlos completamente. El hospital, o sanatorio, por primera vez comienza a parecerse más a un hotel.

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 (1) Silla Paimio, Alvar Aalto 1929.

En los años 60, controlada la tuberculosis con los nuevos medicamentos, el sanatorio fue reconvertido en hospital general, demostrando su adaptabilidad y flexibilidad en el tiempo. El sistema estructural de hormigón armado, estaba concebido con  vigas dobles que no solo optimizaban su resistencia, sino que además dejaban un espacio intermedio por donde podrían recorrer libremente las distintas instalaciones y ductos para ser mantenidas o reemplazadas a través de escotillas de registro separadas regularmente, demostrando la mirada visionaria del arquitecto finlandés, quién concibió desde el origen del proyecto la capacidad de éste para adaptarse a cualquier tipo de tecnología sin incurrir en grandes costos ni modificaciones.

Hoy este edificio está protegido como una de las obras icónicas del movimiento moderno y actualmente se encuentra nominado para ser declarado patrimonio mundial de la UNESCO. En este contexto no resulta exagerada la descripción de Anatxu Zabalbeascoa quien sostiene que el sanatorio de Paimio “es un monumento al cuidado y respeto por los pacientes y una carta abierta para mejorar la vida de los que sufren en un lugar en el que habitualmente se respira preocupación, tristeza y mucho miedo”.

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(2) Escalera de circulación Sanatorio de Paimio, Alvar Aalto 1929.

 ¿Puede entonces la arquitectura curar?

La respuesta es no, pero sin duda puede contribuir a acelerar o retardar la recuperación de un paciente. Al respecto la doctora en arquitectura de la Universidad de Princeton, Beatríz Colomina, sostiene que “la arquitectura tiene el poder de modificar a quienes en ella habitan, tanto física como mentalmente”. Condición clara que manifiesta su lado oscuro en edificios como algunas cárceles ó los campos de concentración; y paradójicamente en muchos casos también en sanatorios y hospitales, que en lugar de sanar terminan por agravar o matar al enfermo.

Las corrientes higienistas que surgieron después de la revolución industrial, entendieron que debían hacerse cargo de las deplorables condiciones del hábitat del hombre, tanto del ámbito residencial como el del trabajo, ya que el delirio productivo del cual la sociedad había sido víctima, había llegado a un extremo en la degradación de la calidad de vida en las urbes, convirtiéndolas en un problema de salud pública insostenible. Surgió entonces una nueva forma de concebir a la arquitectura y el urbanismo, erradicando los ghettos insalubres y abriendo calles para ventilar las ciudades, clausurando canales putrefactos, mejorando los espacios públicos y normando el ordenamiento de las ciudades y la calidad de edificios y viviendas.

La irrupción del movimiento moderno, se impuso como una doctrina que establecía una nueva manera del habitar para el “nuevo hombre”. Los edificios se elevarían sobre pilotes para diferenciarse del nivel del automóvil y así liberar superficie para destinarlos al uso de parques, áreas verdes y espacio público de calidad. Los nuevos materiales como el hormigón armado y el acero estructural permitirían liberar las pesadas fachadas de sus pequeñas ventanas con fenestraciones más generosas y más horizontales e independientes de la estructura. Aparece el muro cortina de cristal y los techos se conciben como “una quinta fachada” convirtiéndose en azoteas para disponer jardines elevados y espacio para el ocio. Las rígidas plantas decimonónicas se traducirían a “plantas libres” para así permitir una máxima flexibilidad y adaptabilidad de distintos usos y programas. El uso de la luz natural, el color blanco, la ausencia de ornamento –frívolo e innecesario- eran básicos en este nuevo discurso que Le Corbusier, padre de la arquitectura moderna, definiría como “la máquina de habitar”. De este modo la arquitectura recionalista de los años 20 y 30s era entendida, en palabras de Colomina,“como un agente que inducía a la salud y el bienestar y que interactuaba e influía en el cuerpo”.

 ¿Qué sucedió entonces?

 En un mal entendimiento del progreso, los edificios se volvieron herméticos y estancos: de atmósfera controlada. Las fachadas comenzaron a seguir la moda de un –también mal entendido- “estilo internacional”, donde el vidrio era rey omnipresente, sin importar si se ubicaba en el ártico, el desierto o en el trópico; dado que la tecnología sería capaz de mantener un temperatura adecuada de confort. Los mismos 20ºC del hogar, se mantendrían al interior del automóvil y en el lugar de trabajo, de modo tal que quien pudiera costear esta burbuja de clima artificial, invariable y personalizado; podría hacerlo sin remordimiento alguno.

Para lograr la temperatura de confort, se inventó un engendro del cual ahora éstos edificios dependen: el aire acondicionado. Los climatizadores, los humedificadores, las calderas centrales, las losas radiantes, las bombas de calor, los chillers y los fan coil son algunas variantes de inventos contemporáneos para resolver aquello que esta arquitectura aberrante no es capaz de hacerlo por si misma.

Para generar frío los edificios exudan calor elevando aún más la temperatura de las ciudades. El consumo irracional de energía a fin de cuentas se traduce en CO2 liberado a la atmósfera, contaminando el aire y contribuyendo al calentamiento global. El gas freón devora la capa de ozono dejándonos más expuestos a los nocivos rayos ultravioleta y al melanoma; los cambios bruscos de temperatura gatillan enfermedades, al igual que las esporas, bacterias y virus que habitan y circulan en los ductos de un aire viciado, que -a confortable temperatura- nos intoxica y enferma. Y como si aquello fuero poco, seguimos celebrando el ícono de la torre acristalada como símbolo de desarrollo y progreso.

Para la arquitectura moderna de calidad, la flexibilidad era una consigna que hoy parece haberse olvidado. Los edificios debían poder sobrevivir a la tecnología y proyectarse en el tiempo. Hoy en cambio los edificios no contemplan que la velocidad de la arquitectura es infinitamente inferior a la de la tecnología, y muchas veces a causa de ello, los edificios están obsoletos antes de ser inaugurados. Hacer edificios sensatos no necesariamente implica un mayor costo, y menos en un clima tan benigno como el de Santiago. En Brasil, por ejemplo, el arquitecto Joao Filgueiras Lima, conocido como Lelé, diseñó hospitales en base a un austero sistema de hormigón prefabricado modular, donde procuraba disponer jardines, pasarelas ventiladas, terrazas abiertas y espacios amplios. El sostenía que a los pacientes había que enseñarles a convivir con sus enfermedades y debía permitirse el involucramiento de seres queridos en el proceso. El más grande arquitecto latinoamericano de todos los tiempos, Oscar Niemeyer, sostenía que “todo aquel que quisiera proyectar un hospital debía pasar tres meses con Lelé”. Sus hospitales sencillos y económicos, sin embargo cercanos, fueron replicados por todo Brasil, y su obra sigue aún vigente.

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(3) Hospital Sarah Kublischek, Brasilia 1980. Joao Filgueiras Lima

La planificación y el crecimiento absurdamente hoy no parecen ser prioridad aún conociendo su inevitabilidad, y tanto las clínicas privadas como centros comerciales crecen con la misma lógica ciega: la de las tomas informales. Es decir se reproducen sobre si mismos de acuerdo a las necesidades y oportunidades que van apareciendo en un círculo de perpetua urgencia. Este idéntico crecimiento -tan inorgánico como errático-, se diferencia por un solo detalle: uno es con dinero y el otro sin. Uno sigue obedientemente la tiranía del mercado y el otro la lógica de la precariedad y el oportunismo sin planificación alguna.

 Y entonces, ¿por qué a los arquitectos no les gusta hacer hospitales?

 Desde estudiantes los jóvenes aspirantes a arquitecto son intimidados por sus maestros al abordar temas complejos, como las cárceles, la vivienda social y los hospitales. Más seductores resultan los museos, los teatros y los centros culturales, donde el “artista” puede dar rienda suelta a su creatividad.

Los edificios relacionados con la salud, en cambio son de los más complejos y tecnificados, pues sus instalaciones, redes, equipamientos especiales y relaciones espaciales deben responder a exigencias precisas y a un sinfín de restricciones que limitan, o al menos relegan a un segundo plano, el valor expresivo de la obra.

Sin embargo, el rechazo que provoca abordar este tipo de programa arquitectónico estriba fundamentalmente en el miedo a lo desconocido y en el simple prejuicio. La belleza en este caso se encuentra en la correcta manera de responder al problema; en aportar a la recuperación del paciente.

Por otra parte ha sido la misma arquitectura hospitalaria la que ha olvidado a su usuario, en su dimensión humana, permitiendo que la eficiencia maquinista y la asepsia procedimental, termine por eclipsar aquellos aspectos fundamentales en la atención a un paciente, como lo es su valoración como individuo.

 Existen diversos estudios que demuestran que un paciente que está en una habitación soleada, ventilada y con vista al paisaje, acompañado de sus seres queridos y en un entorno cuidado y confortable; sanará más rápido que uno que esté en un subterráneo sin vista, aislado y con luz artificial. Por otro lado el “aprovechamiento de los recursos naturales, la minimización del consumo energético y la adaptación al entorno que rodea al edificio” (Rafael Rojo, Rojo+ Cigna), son principios universales de la arquitectura sustentable que se basan más en el sentido común que en la expertise tecnocrática o el conocimiento acumulado.

Tal como lo demostró el maestro Aalto en el Sanatorio de Paimio, 85 años atrás.

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http://www.arquine.com/en/blog/la-arquitectura-como-un-equipo-medico/

 http://noticias.arquired.com.mx/shwArt.ared?idArt=1777

 http://www.efesalud.com/noticias/disenos-que-curan/

 http://cultura.elpais.com/cultura/2012/02/03/actualidad/1328271824_978563.html

 http://www.plataformaarquitectura.cl/cl/02-144925/centro-medico-en-abu-dhabi-sera-un-oasis-verde-para-la-sanacion

 http://www.scielo.org.ve/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0798-04692000000100004

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