Maradona, para eterna memoria

Llegó a ser el mejor jugador del mundo en su época, se convirtió en la alegría del pueblo, logró ser campeón en muchos países, hizo que el fútbol fuera mucho más que un deporte, pero sin que dejara de serlo en ningún momento.

Miércoles 2 de diciembre de 2020

Maradona, para eterna memoria
escrito por

Alejandro San Francisco, director Instituto de Historia U. San Sebastián.

Cuando pienso los primeros veinte años de mi vida, de inmediato veo que estuvieron indefectiblemente cruzados por el fútbol. Fueron horas y horas de jugar y jugar, de escuchar los partidos en la radio, seguir las noticias dominicales, leer cada lunes los suplementos deportivos y algunas revistas extranjeras, como El Gráfico. También tuve algunos de aquellos sueños infantiles que no se convirtieron en realidad, pero llenaron de ilusión muchos de esos felices años de mi infancia: ser futbolista, ser entrenador, ser periodista deportivo. Parecía que todo lo importante estaba vinculado con el fútbol.

Escuché una vez que el mejor futbolista que había jugado en Chile, y que a su vez fue el mejor de su tiempo en todo el mundo, era el “Charro” José Manuel Moreno, jugador argentino de “la máquina de River” y que fue campeón con Universidad Católica en 1949 (la del Sapo Livingstone y Riera). Mi papá me contó –¡cuánto aprendí de él y cuántas veces fuimos juntos al estadio!– que el mejor futbolista de todos los tiempos había sido Pelé, el brasileño campeón en tres mundiales, uno de ellos disputado en Chile, del que se retiró tempranamente lesionado. Sin embargo, el Rey regresó muchas veces a jugar en los famosos hexagonales de verano, cuando el país se vestía de fútbol internacional, en los tiempos del Ballet Azul, el gran equipo de la Universidad de Chile en la década del 60. Debo haber sido muy niño también cuando leí el apodo que le daban a Garrincha: “la alegría del pueblo”. ¿Qué más podía pedir un futbolista para justificar su existencia deportiva y para entrar a la cancha en cada partido? Simplemente ser la alegría de quienes cifraban gran parte de su felicidad en el fútbol.

Diego Armando Maradona, un solo hombre, fue todo eso: llegó a ser el mejor jugador del mundo en su época, se convirtió en la alegría del pueblo, logró ser campeón en muchos países, hizo que el fútbol fuera mucho más que un deporte, pero sin que dejara de serlo en ningún momento. Además, logró universalizar aún más el fútbol, cuando el mundo estuvo “unido por un balón”, como rezaba la canción de México 86, ciertamente apoyado por el impacto de la televisión, tecnología cuyo impacto no pudieron gozar sus antecesores en el cetro de los más grandes. Quienes hayan seguido la historia de los mundiales quizá puedan concluir con relativo consenso que no hay mejor equipo que el Brasil de 1970 o bien Holanda –la famosa Naranja Mecánica– de 1974. Algunos agregan a Hungría de 1954 y ciertamente puede haber otros candidatos.

Sin embargo, estoy convencido de que, en otro plano, no hay un jugador en todos los mundiales como fue Maradona en 1986, quien fue absolutamente determinante en la obtención del campeonato por parte de Argentina: fue el jugador más completo y más decisivo, más universal y más convocante, más amado y más resistido, idolatrado y temido. Este triste 25 de noviembre, cuando supimos de la muerte de Diego –del 10, de Maradona, del “barrilete cósmico”– pudimos ver rápidamente que los canales de televisión se llenaron de programas especiales y de documentales, que repetían goles y jugadas, esos entrenamientos inolvidables y musicales, la mano de Dios y el mejor gol de la historia, en Argentinos Juniors, en Boca, en Barcelona y el Napoli, y ciertamente en la selección de Argentina: la que triunfó en Japón en 1979, la que fracasó en España en 1982, fue campeona sin apelación en México 1986, disputó la final en Italia 1990 y terminó con Diego “sin piernas” en Estados Unidos 1994. Horas y horas de fútbol e historia, recuerdos de aquellos días y del Diego inolvidable, eterno.

Es verdad que muchas personas no entienden que se hayan decretado tres días de luto en su país; que haya sido velado en la propia Casa Rosada durante horas, con la despedida de decenas de miles de hinchas; que los noticiarios prácticamente olvidaran otros temas relevantes para concentrarse casi unilateralmente en Diego. En el pasado hubo muchos que no entendieron cuando el traspaso de Maradona costó 10 millones de dólares, o que ganara tanto dinero “solo por pegarle a una pelota”; sostenían que Argentina no merecía ser campeón en México porque dependía exclusivamente de Maradona y que hay tantas cosas más importantes que el fútbol. Seguramente tienen razón, y creo que debemos comprenderlos.

De la misma manera, creo que es necesario hacer un esfuerzo por intentar ver lo que hay detrás del fútbol y de Maradona. A muchos su muerte nos ha traído a la memoria –como un recuerdo rápido y emocionado– todo lo que vivimos durante esos diez o quince años intensos, maradonianos, de goles y gambetas, de una habilidad sin igual y un liderazgo que se imponía por presencia, pasión por el fútbol y con sentimientos abiertos y siempre expresivos, para ser contemplados por todos: llantos, risas, cansancio, pena, rabia, soledad, hastío, euforia, esperanza y desazón. Son muchos los momentos que nos pueden llevar a los altibajos de los resultados, aunque la vida del futbolista Maradona nos parezca una continua victoria deportiva.

Solo vi jugar una vez a Maradona, ya retirado, en un partido amistoso cuando vistió los colores de la Universidad Católica, en San Carlos de Apoquindo. Fue el 2 de marzo de 2006: bastaba que tocara el balón para que todos comenzáramos a gritar y a celebrar, como si estuviéramos en un partido importante de un campeonato decisivo. Y no, apenas era un juego amistoso, pero con Diego –magnético, incomparable– y pienso que todos fuimos a lo mismo, a ver al mito. Por eso coreamos muchas veces “Maradó, Maradó”, como “La mano de Dios”, esa canción que se ha vuelto clásica, tan repetida y cantada en estos días. Gozamos no por ese partido sino por una trayectoria, por la felicidad de estar viendo al Maradona de la historia, a la alegría del pueblo, al que nos hizo disfrutar tantas jornadas en los años 80.

Hay quienes critican a Diego por sus opiniones políticas, por su compromiso con la dictadura de Fidel Castro y con el régimen destructivo y poco humanitario de Nicolás Maduro. Muchos han denunciado sus excesos, sus adicciones y sus múltiples errores, que a muchos nos dolieron, que ciertamente no justificamos y sabemos que contribuyeron a ir destruyendo la vida de quien permitió a tantos tener simplemente una vida mejor. Otros se burlan por sus respuestas inentendibles o guardan esas imágenes donde aparece ido o consumido, más cerca del otro mundo que de este. Se dice que no fue un ejemplo para los niños, y Maradona lo sabía y seguramente lo sentía y le dolía, pero debemos esperar que hoy muchos niños no cometan sus errores –que se alejen del alcohol y las drogas– sino que miren sus aciertos, revisen sus videos y sigan disfrutando del fútbol.

Porque tenía razón Diego cuando dijo “la pelota no se mancha”, sugiriendo que el fútbol era más grande que él y sus errores. La pelota sigue siendo esa amiga inalterable para todos aquellos que hemos encontrado parte de la felicidad en este mundo, precisamente, en el fútbol. El “Flaco” César Luis Menotti, quien fue técnico de la selección de Argentina campeona del mundo en 1978 (cuando no convocó a Diego, quien “lloró toda la noche” según se informó en la oportunidad) y de 1982, resumió con brillo el significado del 10, con una frase que hoy recordamos con dolor y gratitud: “Que lindo es levantarse el domingo por la mañana y saber que por la tarde juega Maradona”.

Fotografía: El Gráfico

 

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